Pasión por lo escrito es quizás una idea que se acerca a definir lo que representa el sentido personal de mi vida, en una de sus muchas dimensiones. Y es que desde el omento donde mi memoria puede recordar, siempre tuve un lazo íntimo y muy especial con lo escrito, sean textos ajenos o los míos propios. La magia de materializar en trazos ideas y pensamientos me ha permitido descubrir mundos desconocidos, siempre llenos de nuevas interrogantes.
Cuando llegué por primera vez a la escuela, compartí con mi maestro una condición especial: Ambos éramos recién llegados, con muchas dudas e interrogantes. Él con la fuerza de su juventud y yo con la inocencia de un cordero en matadero, ergo escuela primaria. Debo confesar que mis primeros meses fueron un total fracaso: No aprendí a leer ni una sola palabra, andaba espantado de los rituales católicos, los curas y el estilo fascista del modo de ser “comunidad educativa”. Mi madre, preocupada por mi lento avance habló con el profesor y él le dio una sugerencia luminosa: En las vacaciones de invierno debía buscar revistas de comics y el asunto se resolvería. Como milagro mariano, la predicción del profesor Pérez dio resultado. No hubo un solo día en esos días de vacación del año 1978 donde no ocupé mi tiempo en aprender a leer y lo hice de manera autodidacta la mayor parte del tiempo. Desde ese momento supe que la lectura me iba a dar gratas sorpresas en el futuro.
El tiempo de los aprendizajes fueron más sencillos a partir de ese momento. Siempre brillé en las letras y tuve mis noches tristes con los números. Definitivamente no tengo talento para las ciencias exactas. Cuando más o menos tenía 12 años coincidí en algo con mi papá: La pasión por los libros. Solíamos salir los fines de semana a buscar en los libreros de la Montes alguna rareza de tapa dura o, en su defecto, visitar las pocas librerías que había en La Paz en ese momento, para ver que novedades se habían publicado. Ese fue un punto de inflexión muy importante, comencé a refugiarme en los libros y las realidades paralelas que descubría. Hasta ahora creo que fue una decisión fundamental, pero que trajo consigo el desfase emocional del misántropo y su poco afecto por el resto. Ahora que el gris trastoca en blanco, pienso que quizás podía haberme relajado más y asumido un papel más desenfadado, el de un adolescente normal, buscador de amores fugaces y de realidades banales.
Y fue precisamente cuando rayaba los quince o diecisiete años donde fue mi despertar político. A partir de los escritos de Guillermo Lora, me aproximé primero a los rudimentos del trotskismo y luego sentí mucha afinidad por el maoísmo y lo que se gestaba en el vecino Perú. Para mi eterna autocrítica fue ese el tiempo en el que radicalicé posiciones, rompí definitivamente con la Iglesia Católica (Una decisión de la que nunca me arrepentí) y decidí ingenuamente que debía pasar de la teoría a la práctica, sino en la sierra de Ayacucho en las tierras del Sandinismo. Sin embargo, la falta de orientación política concreta y la sobredimensionada rebeldía y entusiasmo terminaron por minar esos planes. Tiempo interesante porque me permitió conocer los contrastes de este país, más aún cuando pasaba mis días en un colegio de élite que vivía en un país de fantasía y donde todo era levedad.
Mi frustración política terminó por iniciarme en lo que más me ha gustado hacer en la vida. Escribir y ganarme la vida con ello. Siempre tuve una particular admiración por los periodistas y los periódicos y decidí que eso quería ser en la vida. No tuve dudas respecto a lo que quería estudiar: “´Periodismo”, pero lamentablemente esa carrera no existía, así que, en su momento, opté por la que más se acercaba. “Ciencias de la Comunicación”. Nunca me arrepentí. Con poco más de 20 años, comencé a escribir y no paré por muchos años. Recorrí muchas salas de redacción y pasé de ser el aprendiz asustado a ser editor y responsable de contenidos. Con una sonrisa disimulada, debo decir que es el “mejor oficio del mundo”, parafraseando al gran Gabo.
En todo ese tiempo, los libros siempre fueron los amigos incondicionales que me han permitido sobrevivir diferentes circunstancias. Ahora, con casi 30 años de haber pasado esos gratos momentos, siento que mucho y nada ha cambiado. Lo digital ha quitado el valor de lo textual por un sentido de inmediatez sin contenido: Por el otro lado, pareciera que nada ha cambiado porque las mismas contradicciones están presentes, pero las respuestas olor a tinta y papel amarillo siempre están a la vuelta de página….